El hombre avanzó hacia el Anunciador...
Creí
reconocerlo.
¡Belsa!
Me dijeron
que estaba ausente...
Pero ¿por qué
descendió al río? Que yo supiera, hacía tiempo que había sido purificado por el
Anunciador...
¡Qué extraño!
Belsa era uno
de los treinta y seis «justos». Ya estaba consagrado. ¿Por qué se sometía a la
purificación por segunda vez?
De pronto, el
hombre del ropón de color vino se detuvo. Y, lentamente, levantó las manos
hacia el embozo.
¡Esas manos!
¡No eran las del persa!
Dejé caer el
saco de viaje sobre la piedra negra y chorreante y asistí, atónito, a lo que,
sin duda, iba a ser el momento más importante de aquel lunes, 14 de enero, del
año 26 de nuestra era. Calculo que el sol se hallaba en lo más alto, como no
podía ser menos...
¡Esas manos!
¡Yo las conocía bien!
Y el Hombre
retiró el manto...
¡Dios
bendito!
¡Era Él! ¡Era
el Maestro!
Se hallaba en
el Artal, a punto de ser purificado (?) (qué extraña resulta la palabra) por
Yehohanan...
Recuerdo que
tuve un primer pensamiento: «No comprendo... »
Así era. No
comprendía el porqué de la presencia de Jesús en aquel ceremonial.
No importaba.
¡14 de enero!
¡Lo olvidé! El viejo Zebedeo estaba en lo cierto, y también Bartolomé, el Oso
de Caná. Acertaron...
Me encontraba
ante lo que denominan el «bautizo» del Maestro en el Jordán. No era el Jordán,
pero eso, ahora, carecía de importancia.
Entonces, el
Maestro, sin dejar de mirar a Yehohanan, se aproximó un paso.
¿Cómo
explicarlo?
Yo había
visto esa mirada anteriormente...
Sí, fue en el
kan de Assi, cuando el Maestro limpió el rostro de Aru, el negro tatuado.
Fue una
mirada de infinita ternura.
—¿Tu?...¿Por
qué bajas tú al agua?
El Maestro
intensificó la sonrisa, y replicó con seguridad:
—Para ser
bautizado...
La respuesta
de Jesús sorprendió, aún más, al de las «pupilas» rojas.
—Pero soy yo
quien debe ser purificado por ti...
No salía de
mi asombro. El tono del Anunciador, siempre imperativo y altanero, cayó al
nivel de la súplica. ¿Qué le sucedía?
El Hijo del
Hombre, entonces, le dio alas:
—Ten
paciencia, y actúa como te pido, porque conviene que demos ejemplo a mis
hermanos...
¿Sus
hermanos? ¿Estaban allí, en Omega? Sólo había visto a Santiago...
Y Jesús
concluyó con algo que me desarmó:
Todo el mundo
debe saber que ha llegado la hora del Hijo del Hombre...
Levantó los
ojos hacia el cumulonimbo y la lluvia acarició su rostro con especial dulzura.
Eso me pareció...
¿Su hora?
Segundos
después, sin dejar de mirar el oscuro «cb», proclamó:
—¡Ahora es el
principio!... ¡Ahora, el final es el principio!
Y de la nube,
como si alguien estuviera presenciando la escena, partió otra descarga, que se
ramificó sobre Omega. Pero ocurrió algo muy extraño. El relámpago fue azul, y
no se produjo la lógica detonación. Fue una chispa eléctrica (?) imposible...
¿El final es
el principio?
Yo sabía de
esa frase...
Y recordé.
¡«Omega es el
principio»! ¡La leyenda grabada en los obeliscos de los «trece hermanos», en
las proximidades de Yeraj! ¡Me hallaba en el meandro Omega! ¡Allí arrancaba
todo! ¡Omega, la última letra del alfabeto griego, el final, simbólicamente
hablando, era el principio!
Quizá no tan
simbólico...
Y se hizo el
silencio. La lluvia, incluso, moderó su caída. Eso percibí. Y Omega sólo tuvo
ojos para aquel Hombre...
Yehohanan
depositó las puntas de los dedos sobre los hombros del Maestro y, sin mediar
palabra, fue empujándolos suavemente. Yo diría que casi no tocó a Jesús.
El Maestro
cerró los ojos y se dejó caer, muy despacio, hundiéndose en la corriente del
Artal.
Al instante,
los cabellos del Galileo flotaron en las aguas. Y unas tímidas ondas marcaron
la presencia del Hombre-Dios bajo la superficie. Y fueron alejándose, borrando
los breves impactos de las gotas de lluvia. Después, vi flotar parte del manto.
Sumé cinco
segundos.
El
Anunciador, con los ojos muy abiertos, aguardaba ansioso la reaparición de
Jesús.
Y el Maestro
regresó, y lo hizo con idéntica lentitud. Pero su rostro era otro. Era el
mismo, pero no era el mismo. Había una luz que lo cubría... ¿Cómo explicarlo?
Imposible. Quizá sólo fueron imaginaciones mías.
Y durante
otros cinco o diez segundos, no lo sé con seguridad, el Hijo del Hombre
continuó inmóvil, con los ojos cerrados y el rostro dirigido a los cielos. La
lluvia, como digo, caía con respeto, como si no deseara caer.
Entonces, al
seguir la dirección apuntada por el rostro del Maestro, volví a ver «aquello».
En la base del cumulonimbo, en la nube negra y apretada que parecía gobernar
sobre la «herradura», distinguí otro relampagueo, pero igualmente azul. Eran
culebrinas. Eso era evidente, pero ¿por qué azules?
Y mis ojos no
supieron dónde mirar. Exploraban el interior de la singular masa nubosa y
regresaban después al Galileo. No creo equivocarme si afirmo que la «luz» (?)
que bañaba su rostro era del mismo color que los relámpagos (?) del «cb»: un azul
«movible". Y me explico (?): un azul que se movía, que despegaba de la piel
(por decirlo de alguna manera), y que lo hacía «palpitando». Y a cada
«palpitación», o impulso, el azul variaba de tonalidad. Tan pronto era claro
como el agua marina, como turquesa o azul submarino e, incluso, con irisaciones
violetas.
Yo no podía
saberlo. Esos fueron unos instantes especialmente sagrados para el Hombre-Dios.
Y digo bien: especialmente sagrados... El me lo confirmó después, camino de
Beit Ids. Pero no adelantemos los acontecimientos...(…).
(…)Y
ocurrió...
No sé en qué
orden sucedió. Trato de rememorarlo, pero la mente humana no está lista para
asumir sucesos de esa naturaleza. Los sentidos se extravían, se saturan y,
finalmente, se rinden. Quizá fue todo simultáneo. Quién sabe...(…)
(…)Oímos un
sonido. Algo así como un «clang», idéntico a lo que pude oír en el arroyo del
Firán. Los cuatro hombres que se encontraban en el río alzaron las cabezas.
Todos a la vez, y en la misma dirección: hacia el cumulonimbo en el que había
visto los relámpagos azules. Yo hice otro tanto, pero no distinguí nada raro.
Entonces (?)
llegó la ausencia de sonidos. Me puse en pie, e inspeccioné los rostros de
Jesús y de sus hermanos. El Maestro tenía los ojos nuevamente entornados, y la
cabeza ligeramente levantada hacia el «cb». Santiago y Judas aparecían tan
desconcertados como este explorador. En cuanto al Anunciador, la verdad es que
no me fijé.
No lograba
explicarlo. Era como si los sonidos naturales de Omega hubieran sido absorbidos
(?) y, en su lugar, quedó el vacío
Entonces (?),
la base de la gran nube negra se volvió azul. No tengo palabras. Mejor dicho,
las palabras no me ayudan...
Y de ese
intenso azul celeste, vibrante, mejor dicho, pulsante, se desprendió (?) una
«lluvia», igualmente azul, perfectamente distinguible de la lluvia normal. Y
nos empapó. Entonces, todo se volvió azul: las ropas, el río, las piedras
negras de basalto, los cabellos, la piel...
Pensé en una
recaída. Quizá estaba siendo víctima del mal que nos aquejaba...
Pero no.
Judas y Santiago contemplaron sus manos, y también las vestimentas, y movieron
los labios, pero sus voces no salieron de las gargantas. Yo, al menos, no las
oí. Ellos veían lo mismo que yo. ¡Era una «lluvia» azul!
Jesús no se
movió. Siguió con los ojos cerrados y el rostro dirigido a los cielos. La
«lluvia» azul lo había bañado, como a sus hermanos, a Yehohanan y a quien esto
escribe.
Miré a los
discípulos, pero seguían a lo suyo. La «lluvia» no los alcanzó. Sólo «llovía
(?) en azul» en el entorno de los cinco que nos encontrábamos en las
proximidades del basalto.
Sé que parece
de locos...
Y entre la
«lluvia» —no puedo decir si partió del «cb»— vi (vimos) una pequeña «esfera»
(?) luminosa, también azul, pero en una tonalidad zafiro, con un diámetro no
superior a una mano cerrada. Descendía rápido, y fue a estacionarse sobre la
frente del Maestro. Jesús no abrió los ojos. Acto seguido (?), el «zafiro»
buscó el pecho del Galileo, y allí se mantuvo durante décimas de segundo (?).
Después, no
sé cómo, se perdió, o desapareció, en el interior del tórax de Jesús de
Nazaret.
Y al instante
(?), nada más desaparecer (?) la esfera de color zafiro, oí una voz (?). Mejor
dicho, la oímos...
Fue lo único
que acerté a oír en ese lapso de tiempo que, por supuesto, soy incapaz de
calcular. No sé si transcurrieron segundos, o minutos, aunque eso poco
importa...
Era una «voz»
que me atrevería a definir como claramente femenina. Sí, la voz de una mujer,
quizá joven (?).
Miré a lo
alto, a la base azul del cumulonimbo, pero no vi nada.
¿De dónde
procedía?
Sinceramente,
lo ignoro. Sólo puedo decir que parecía brotar de todas partes, y de ninguna.
Era como si cada átomo hablara.
Y al oírla
reconocí el «mensaje»...
¡Dios mío!,
¿qué estaba pasando?
«¡Omega es el
principio!»
Y la «voz» se
apagó. Sólo lo dijo una vez: «¡Omega es el principio!»
La leyenda de
los obeliscos... ¿Qué era todo aquello? ¿Por qué en esos instantes? ¿De quién
era la voz? ¿A quién se dirigía? Evidentemente, sólo había un
protagonista...(…)
(…)Y al
llegar a mis pies me observó fijamente. Los ojos, color miel líquida, brillaron
un instante. Me traspasó. En esos momentos no supe qué pretendía de este torpe
explorador, pero me rendí. Era la mirada de un Dios. Me abrazó desde el agua.
Me hizo comprender que yo era su criatura, y El, mi Creador. En aquel segundo
entendí el universo contenido en una de sus palabras favoritas: «Confía.» Y lo
hice. Sin palabras, mediante el hilo de las miradas, me puse en sus manos. El
sabía. El gobernaba. El decidía. El era mi Dios.
Entonces me
tendió la mano izquierda, en un claro gesto para que lo ayudara a salir del
cauce.
¡Dios! Y creí
comprender...
Su criatura,
lo más bajo de la creación, era necesaria para elevarlo. El rogaba que así
fuera.
Y una
profunda emoción me dejó sin habla. Extendí el brazo y se aferró con fuerza.
Después, sin dejar de mirarle, tiré con el cuerpo, y con el alma, y saltó
limpiamente sobre la piedra negra.
Mensaje
recibido.
Su mano
continuó agarrada a mi brazo durante un instante. Me sonrió, y creí descubrir
el paso rápido de la complicidad.
Acto seguido,
con una firmeza dulce y acerada al mismo tiempo, exclamó:
—¡Vamos,
mal’ak!... ¡Ha llegado la hora!
Y me guiñó el
ojo.
Y aquel
aturdido «mensajero» se fue tras Él. Esta vez sí fui afortunado. Fui a donde
nadie fue, y fui con El...(…)
(…)Al
sumergirse en las aguas, el Hijo del Hombre llevó a cabo un ritual personal —e
insistió en lo de «personal»—, y se consagró a la voluntad de Ab-ba, el Padre
Azul. Fue un «regalo», mucho más simbólico de lo que podamos imaginar. El quiso
inaugurar el principio de su ministerio con lo más sagrado de que era capaz:
«regalar» su voluntad al que lo había enviado... El «bautismo», por tanto, fue
un gesto más santo, y delicado, de lo que siempre se ha creído.(…)
(…)—Fue mi
regalo al Padre...(…)
(…)Permanecí
pensativo. No era fácil para quien esto escribe. Yo jamás he regalado nada a
Dios. Tampoco he pedido mucho, pero, en honor a la verdad, mis labios siempre
se han abierto para reclamar, o suplicar.
¿Regalar a
Dios? Tenía gracia... Y volví a desmenuzar las palabras del Hombre-Dios.
Jesús,
atento, me dejó hacer. El sabía esperar. Era otra de sus cualidades.
La ceremonia
de «bajar al agua» fue un «regalo» de Jesús hacia el Padre. Desde que lo
conocía, el Maestro había hablado en numerosas oportunidades de ese
«ejercicio», casi ignorado por la mayor parte de la humanidad: hacer la
voluntad de Ab-ba. Recordé sus explicaciones durante la primera semana de
estancia en las cumbres del Hermón, en el verano del año 25: «... Yo conozco al
Padre —nos dijo—. Vosotros, todavía no. Os hablo, pues, con la verdad. ¿Sabéis
cuál es el mejor regalo que podéis hacerle?... El más exquisito, el más
singular y acertado obsequio que la criatura humana puede presentar al Jefe es
hacer su voluntad. Nada le conmueve más. Nada resulta más rentable... »
Pues bien,
llega un momento en el que la criatura humana, experta ya en esa «gimnasia» de
entregarse a la voluntad del Padre, toma la decisión de consagrarse «para
siempre». Y lo hace tranquila y serenamente, y elige para ello el instante que
estima oportuno. Se trata de un momento de auténtica elevación espiritual, en
el que el hombre, o la mujer, sencillamente, se entregan al Padre. Es un rito
íntimo, el mejor «regalo» que podamos imaginar...
Jesús eligió
Omega. Fue la culminación de lo que sabía y practicaba.(…)
(…)Esa mañana
—me atrevería a calificarla de histórica— se registró otro suceso (?) que sólo
he alcanzado a entender en parte. En realidad, en una mínima parte...
Recuerdo que
el rostro del Maestro se iluminó, y de cada poro nacía una increíble y
bellísima radiación azul. Lo llamé azul «movible»... Según el Maestro, ése fue
el mayor de los prodigios que ha tenido lugar en la carne. Seguí sin saber de
qué hablaba. Y se aproximó un poco a la realidad (lo que pudo). Su mente
humana, o quizá su naturaleza humana (no supe distinguir con exactitud a qué se
refería), se hizo una con la mente divina (?), o con la naturaleza divina.
Mi mente
naufragó, y también se hizo una, pero con la nada...
Y Él,
consciente, se detuvo. Dejó caer el saco de viaje sobre la tierra oscura del
camino y se agachó. Tomó un puñado de dicha tierra, sucia y contaminada por el
trasiego de hombres y animales, y me la mostró. Los ojos se iluminaron, y supe
que se movía en mi interior. Sonrió y, en silencio, caminó hacia la colina de caolín
más cercana. Lo seguí, intrigado. Allí, bajo los olivos, volvió a agacharse y
tomó un segundo puñado de tierra, esta vez blanco-amarillenta, pura y
brillante, como consecuencia del silicato hidratado de aluminio. Y, sin dejar
de mirarme, procedió a mezclar ambos puñados. Al poco, no supe distinguir cuál
era la tierra de inferior calidad, la del sendero, y cuál la brillante, la de
la colina...
Mensaje
recibido.
Y al
«unificarse» (?) ambas naturalezas —la del hombre y la del Dios—, se produjo el
milagro, el mayor prodigio de todos los tiempos; un milagro superior, creo, al
de la resurrección de los muertos... Fue en esos instantes (?), suponiendo que
esa «fusión» pueda ser medida, cuando Jesús de Nazaret se convirtió,
VERDADERAMENTE, en un Hombre-Dios. En el monte Hermón recuperó lo que era suyo
—la divinidad—, pero fue en Omega donde el Padre hizo «oficial» (digámoslo así)
la divinidad de su Hijo, muy amado...
Fue entonces
cuando se transformó en un Dios.
«Regalo» por
«regalo»...(…)
(…)El no se
encarnó para salvarnos, como aseguran las religiones. Ya lo estamos, según sus
propias palabras. El Padre nos ha regalado la inmortalidad. Su presencia en
nuestro mundo obedeció a otras «razones», digamos, de índole «personal», y que
podrían ser sintetizadas (peor que bien) en la «necesidad de experimentar la
naturaleza del tiempo y del espacio» (conocer a sus propias criaturas). De
nuevo, se aproximó a la realidad, sólo eso, muy a su pesar... Pues bien, su
experiencia en la carne quedó ultimada con el referido e íntimo «regalo»
ofrecido a Ab-ba en Omega. Pudo abandonar, añadió, pero, una vez más, lo dejó
en las manos del Padre. «Y se dirigió hacia el este del corazón humano, a la
búsqueda del amanecer. . . » Esa fue la voluntad de Ab-ba. Ese fue el «cruce de
caminos» del recién estrenado Hombre-Dios, el primero de una larga serie.
Si esto fue
así, y el Galileo jamás mentía, El eligió continuar en la Tierra, de acuerdo con la
voluntad del Padre.
Quedé
desconcertado. ¡Pudo marcharse!
—Pero aquí
estamos —manifestó, feliz, haciendo suyas mis reflexiones—, camino del este...
Y añadió, al
tiempo que me guiñaba un ojo:
—¿Conoces un
camino mejor?
¿Qué podía
decir? E intuí que no estaba pensando en la senda que pisábamos. Ese «este» era
otro... Y así lo confirmó. Jesús entendió que, además de su experiencia (?) con
los humanos, Él debía proporcionarnos otro «regalo»: la esperanza. Él
comprendió que, además de «enriquecerse», podía «enriquecernos». El mundo
estaba, y está, en la oscuridad. Son muy pocos los que supieron, y saben, que
la vida sigue después de la muerte, y que existe un Dios «que no lleva las
cuentas».
Esa mañana,
en Omega, el Hombre-Dios tomó la firme decisión de revelar al mundo la
existencia de otro «mundo»: el del Amor, con mayúscula, como a Él le gustaba...
Si de mí
dependiera, el 14 de enero sería designado Día del Planeta Tierra. Ese día, El
decidió permanecer con el hombre, un poco más...
Entonces creí
entender otra de sus frases, cuando se hallaba en las aguas, en el Artal:
—Ahora es el
principio —dijo—. Ahora, el final es el principio...
¡Omega es el
principio!
¡Dios santo!
El final de la oscuridad! ¡El final es el principio!.
Caballo de Troya 8. Jordán. J.J. Benítez.
Caballo de Troya 8. Jordán. J.J. Benítez.
Se que me perdí
Me perdí en la calle y te encontré.
Te encontré sin nadie y te pedí...
Te pedí la llave, la que hoy me vale
Me vale para abrir.
Y abriré las cartas que guarde.
Con los mil detalles que escribí .
Esperando el día en que te encontrase
Y ahora que yo sé que me perdí contigo...
Bendigo cada noche, bendigo cada trago,
Bendigo el desespero.
Bendigo cada día, bendigo cada verso,
Bendigo el desenredo.
Y ahora que yo sé que me perdí contigo
Que no me encuentren nunca.
Y ahora que yo sé que me perdí contigo.
Que no me encuentren nunca .
Nada que decir
Las palabras saben que es así
Las verdades gritan por aquí
No preguntan cuando, ni porque, ni a donde
No hay nada que decir
El estar mi forma de insistir
Saber que siempre estas ahí
Tener la clave, sentirte parte
Y ahora que yo sé que me perdí contigo.
Bendigo cada noche, bendigo cada trago,
Bendigo el desespero.
Bendigo cada día, bendigo cada verso,
Bendigo el desenredo.
Y ahora que yo sé que me perdí contigo
Que no me encuentren nunca, que no me encuentren nunca
Y ahora que yo sé que me perdí contigo
Que no me encuentren nunca, que no me encuentren nunca.
Me perdí en la calle y te encontré.
Te encontré sin nadie y te pedí...
Te pedí la llave, la que hoy me vale
Me vale para abrir.
Y abriré las cartas que guarde.
Con los mil detalles que escribí .
Esperando el día en que te encontrase
Y ahora que yo sé que me perdí contigo...
Bendigo cada noche, bendigo cada trago,
Bendigo el desespero.
Bendigo cada día, bendigo cada verso,
Bendigo el desenredo.
Y ahora que yo sé que me perdí contigo
Que no me encuentren nunca.
Y ahora que yo sé que me perdí contigo.
Que no me encuentren nunca .
Nada que decir
Las palabras saben que es así
Las verdades gritan por aquí
No preguntan cuando, ni porque, ni a donde
No hay nada que decir
El estar mi forma de insistir
Saber que siempre estas ahí
Tener la clave, sentirte parte
Y ahora que yo sé que me perdí contigo.
Bendigo cada noche, bendigo cada trago,
Bendigo el desespero.
Bendigo cada día, bendigo cada verso,
Bendigo el desenredo.
Y ahora que yo sé que me perdí contigo
Que no me encuentren nunca, que no me encuentren nunca
Y ahora que yo sé que me perdí contigo
Que no me encuentren nunca, que no me encuentren nunca.